sábado, diciembre 20, 2008

El grifo soñador / The dreamer tap


 

Era una Navidad fría, en una de esas casas de las de antes, de ciudades antiguas y con clase, de edificios señoriales y con cierto aire bohemio.
En el cuarto de baño dormía tranquilo y goteante un viejo grifo, después de una larga jornada lavando manos, enjuagando caras y limpiando cepillos de dientes. Era un grifo dorado, desgastado por el uso, bastante oxidado y con hollín, pero era un grifo fuera de lo común. Durante los cincuenta y tres años que llevaba de servicio a pie firme en el lavabo, y de duros días de humedad y trabajo, nunca había tenido la oportunidad de ver el mundo exterior: las calles, las farolas y los coches de la época. Cuando llegaba la noche y toda la familia dormía, comenzaba a soñar que era un pez-dragón que volaba en la oscuridad sobre los tejados de la ciudad, y de vez en cuando, soñaba en sumergirse por el desagüe en busca del ansiado océano, donde moverse libremente y conocer a Neptuno o a alguna sirena que le hiciera compañía. El grifo soñaba y soñaba, noche tras noche, mientras su lento goteo resonaba en el silencio de la casa.

Un buen día, llegó a la casa una visita inesperada. Se trataba del fontanero que venía a cambiarle por otro grifo más nuevo y moderno. El grifo soñador pensaba, iluso, que era por fin su momento de ser arreglado, deshollinado y engrasado, pero también, una gran oportunidad de conocer la calle que tanto le gustaba. El fontanero se puso manos a la obra, y fue desenroscándolo lentamente, con gesto indiferente. El viejo grifo le miraba con confianza. Al terminar, lo sacó completamente del lavabo y lo puso en una bolsa de tela que llevaba consigo con más piezas viejas y desgastadas de fontanería.

Al salir de la casa, volcó la bolsa en el remolque de la camioneta, con todas las piezas de otras casas que había recogido en servicios anteriores y se puso en marcha. El grifo soñador era feliz de ver la calle, la luz del sol y el aire fresco que corría por su interior. En ese momento creía ser el pez-dragón volando por las calles de la ciudad. Era feliz, pero se extrañó de que las otras piezas fueran tan calladas y apagadas, era ciertamente sospechoso. El grifo siguió observando las calles, las farolas y la gente con la que tanto había soñado conocer. Éste era su momento de gloria.

La furgoneta se detuvo definitivamente en un viejo taller. El grifo creía que era el momento de ser reparado y puesto a punto.
Nada más lejos de la cruel realidad, el infeliz grifo fue observando aterrado cómo las demás piezas con las que viajaba eran arrojadas a un horno incandescente donde se derretían como la mantequilla en la sartén. Aquello era el fin, nada presagiaba la ansiada reparación. El pobre grifo entendió ahora por qué fue desenroscado del lavabo y dónde le llevaba la furgoneta. Aún le quedaba una gota de agua de la casa en su interior, a la que miró con pena, y recordó los días duros pero felices que pasó en aquel lugar. Ahora era un trasto viejo e inservible totalmente menospreciado por la familia a la que tanto tiempo había servido.
Al poco de pensarlo, un empleado del taller se acercó al grifo, lo cogió en la mano, lo miró detenidamente y con actitud lacónica y sarcástica dijo a su compañero: ¡Mira!, Luis, ¡este grifo parece como si tuviera los ojos asustados!, y rió. Dicho esto, arrojó el viejo grifo al horno con aire displicente. El grifo soñador cayó rápidamente en la masa de hierro fundido, saltando en chispas hacia todas las direcciones y deshaciéndose como si fuera un cubito de hielo al calor, mientras se escuchaba un crepitar metálico y sordo. Al rato, cuando el viejo grifo era ya solamente un recuerdo diluido en la cubeta incandescente, una llama se levantó sobre el derretido grifo, ante los ojos atónitos de los dos trabajadores. La llama ascendió lentamente por la chimenea del horno hasta el cielo raso y azul, donde ahora ya no sería nunca más el grifo viejo y oxidado, sino un pez-dragón de fuego que volaría por los tejados de la ciudad todas las noches en busca del oceáno donde sumergirse.
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